domingo, 20 de marzo de 2022

ALEXANDER SLIDELL MACKENZIE - VIAJEROS AMERICANOS EN LA ANDALUCÍA DELSIGLO XIX

 Un español puede caminar con los pies desnudos por las malezas y andar todo el día con una corteza de pan, como única comida; pero los ingleses sólo combatirán si tienen la barriga llena."

ALEXANDER SLIDELL MACKENZIE


Fecha del viaje: 1827. A year in Spain. Nueva York, 1836

Nacido en Nueva York el 6 de abril de 1803, era hijo de una escocesa y de un influyente hombre de negocios americano. Recibió una cuantiosa fortuna de un hermano de su madre sólo por incluir el apellido familiar, Mackenzie, en su nombre (en Estados Unidos e Inglaterra, tienen como costumbre a todos los efectos que el hijo reciba un único apellido, el paterno). En 1825, se graduó como teniente de la marina americana, también fue escritor y biógrafo, tomándose unas largas vacaciones en España. Coincidiendo ese mismo año con Washington Irving, en teóricas funciones de ayudante del embajador americano allí, de hecho estaba redactando la biografía de Cristóbal Colón. Aproximadamente se llevan 20 años de diferencia, pero no fue un obstáculo para que surgiera una gran simpatía entre ambos, a lo que Irving, le llevó a constituirse en el crítico de Mackenzie y también a costearle la edición americana del relato de su viaje que había realizado por nuestro país entre 1826 y 1827.  El editor Murray medió para su publicación en Inglaterra. Apareciendo con el título "A Year in Spain" y como autor "by a young american". El relato tuvo mucho éxito en los dos países y en gran parte de Europa, siendo prohibido en España por el real decreto de Fernando VII con orden de poner al americano en la frontera si intentaba entrar otra vez en España. En mayo de 1846 fue enviado a Cuba y después a México en misión diplomática por orden personal del presidente James Knox Polk. Participó en el sitio de Veracruz y estuvo al mando de una división de artillería en 1847 en Tabasco. Contrajo matrimonio con Catherine Alexander Robinson, con la que tuvo cinco hijos, dos de ellos llegaron a ser importantes militares.

Desaparecido Fernando VII, Mackenzie se tomó su pequeña venganza insertando en su nuevo libro de España, Spain Revisited, el texto del mencionado decreto en el que se aseguraba que la "indigna producción" estaba "llena de falsedades y de groseras (sic) calumnias contra el Rey N. S. y su augusta familia." En 1836, en la tercera edición de la obra, es cuando incluiría el recorrido por el reino de Granada y Gibraltar, el que abarca Ronda y la Serranía que realizo en 1827.

La obra mencionada le otorgó gran renombre a su autor, pero fueron otros los motivos por los que éste ha pasado a la historia de su país, como protagonista principal de un extraño hecho que en su día levanto pasiones. En las postrimerías de 1842, con el rango de capitán a cargo del Somers, fragata de guerra que cumplía las funciones de buque-escuela, en una larga travesía de tres meses de septiembre y diciembre de ese año, a bordo ciento veinte alumnos a bordo, por un supuesto motín, mando ahorcar a tres de los cabecillas, entre ellos Philip Spencer, de diecinueve años, hijo del Secretario de Guerra del gobierno del entonces presidente John Tyler. La conmoción fue titánica dividiendo a la sociedad de su tiempo. Absuelto Mackenzie de toda culpabilidad en un consejo de guerra celebrado a su vuelta, no obstante, durante años, se puso en duda la legalidad de una acción que los estudiosos del caso, lo considera como de "irracional locura".

Mackenzie fue uno de los viajeros que fue atracado por un grupo de bandoleros en Puerto Lápice.

Asalto a la diligencia en la que viajaba Mackenzie.
Grabado de un dibujo de Chapman en A Year in Spain, 1836.

 

En uno de sus relatos del diario dice de una comparativa de españoles he ingleses: "Un español puede caminar con los pies desnudos por las malezas y andar todo el día con una corteza de pan, como única comida; pero los ingleses sólo combatirán si tienen la barriga llena."

Esta en Granada y le llegó el momento de marchar, confiesa Mackenzie que ha permanecido en dicha ciudad el doble del tiempo que pensaba, aun así no le importaría quedarse un mes más, un año o toda la vida, en un lugar como Granada. Su intención es dirigirse a Ronda, donde las carreteras aún no han llegado, sólo caminos de herraduras, atravesando valles y montañas. Para ir se le ofrecen dos alternativas: buscarse un caballo u un guía, o incorporarse a la expedición del corsario de Ronda que hace el recorrido una vez en semana. Los días que se tardan por este medio son cuatro y con guía son solamente dos, mas la seguridad es mayor. Como ni tiene prisa, se inclina por el cosario.

El cosario de Ronda, dice, está bastante peor organizado que el que trajo de Málaga. De entrada no puede conseguirle un caballo para realizar el trayecto y se da maña para convencerlo de que tiene animales que pueden sustituirlo:

"Aquí tengo una arrogante mula, a decir verdad con nada más que una enjalma, pero le colocaré un par de alforjas, con una carga a cada lado para mantenerla estable y donde el caballero pueda poner los pies confortablemente como en los más lujosos estribos. O si a su señoría le place, puede montar aquel borrico que le llevará a Ronda lo miso de cómodo y tan seguro como el mejor caballo de Andalucía."

A unas horas antes de llegar a Loja, por un camino que le llaman los Infiernos de Loja por lo abrupto del terreno se encuentra la posada en la que quieren descansar animales y personas por unas horas. En la habitación en la que se encuentran es de multiusos con las funciones de vestíbulo, cocina, comedor, almacén de mercancías y de dormitorio. A petición de Mackenzie, la patrona le prepara una habitación en el piso alto del edificio. Da la jardín del convento vecino. Solo puede descansar una hora, pues enseguida lo llaman para comer:

"Me encontré con una pequeña mesa, la mitad de alta de lo normal, colocada a distancia de la enorme chimenea, que ocupa una amplia esquina de la casa. Los arrieros hacia tiempo que me esperaban sin mostrar algún signo de impaciencia. Pronto nos vimos sentados en unas sillas, tan bajas como para hacer juegos de mesa, de las que nos manteníamos a distancia por la imposibilidad de extender las piernas bajo ella. Inconvenientes pequeños, todos, para una partida de personas hambrientas. Nuestra comida consistió primero de una fuente de huevos fritos en aceite en el cual nadaban tan incesantemente que se requería una habilidad especial para atraparlos. Comíamos en un plato común. Cuando acabamos con los huevos y los arrieros, mojando, habían consumido todo el aceite se llevaron todo la fuente y trajeron otra en su lugar. Esta contenía un modesto preparado de gazpacho, que comen las clases más pobres de Andalucía, particularmente cuando aprieta  el calor o se apodera de uno el cansancio. Es una suerte de ensalada que se prepara llenando un gran recipiente con aceite, sal, vinagre, algunas cebollas y pan. Es un plato que se cocina en poco tiempo, muy refrescante y al que se aficiona uno enseguida."

El frío se hace notar con mayor intensidad cuando van subiendo las montañas. El sol disuelve las nieblas matinales y sombreando las montañas cuando alcanza la ciudad de la que nos habla Mackenzie:

"La ciudad presenta un aspecto inusual, limpio, muy ordenado, aumentado por el placer que sentía por haber terminado tan largo viaje. EL arriero más viejo dijo a su compañero que guiara la caravana hasta su casa y, cogiendo mi equipaje, me condujo hasta la posada de las Ánimas. De todas las posadas que había visitado, laicas o religiosas, esta es la más curiosa. Por la singularidad de su edificación y disposición, no me cabía duda de que era de origen árabe. Permanecía entre la bifurcación de tres calles y se abría por un inmenso portal que coronaba un vetusto balcón. En éste había una hornacina de la virgen con una pintura protegida de los embates del clima por un pequeño tejado del cual colgaba un farol. Ocurría que mi habitación daba a este balcón. Todas las tardes recibía la visita de mi vieja patrona. Durante unos minutos, con sumo cuidado y después de rezar un avemaría, bajaba la lámpara, la despabilaba y después con el delantal frotaba la pintura quitándole el polvo que había acumulado durante el día. Mi habitación tenía una sala de estar con suelo de baldosas, paredes sólidas de albañilería y tejado piramidal. Una sola ventana abría al balcón de la Virgen y nos ofrecía una perspectiva de los grupos, siempre en movimiento, que pasaban por las calles cercanas. Un tramo de escalones de piedra levaba desde esta habitación principal hacía una entrada, sin puerta, como las de Alhambra, que se abría a mi dormitorio. Éste contaba asimismo con un tejado en pendiente y una pequeña ventana, que era más bien un portillo, para el aire, de un pie cuadrado, a través de la cual yo me aseaba y, otras veces, sacaba la cabeza para observar a las damas de la vecindad  volviendo de la misma del alba. Esta habitación, diminuta, no tenía menos de seis lados y tantos ángulos, todos coincidiendo en un punto, que toda la encorvadura de la posada parecía haberse encontrado allí. Pese a la diversidad de perspectivas que provocaba tan asimétrica conformación, pronto me sentí familiarizado con el lugar; más que nada porque las paredes lucían recién blanqueadas, el suelo brillaba como el sol y en un extremo se veía una cama limpia, extendida en una estera de paja, que me invitaba al reposo."

Intensas las jornadas las que vive en Ronda con la intención de no perderse nada de lo que hay en la ciudad tiene que ofrecerle; además de conocer el paisaje y los monumentos, también se mezcla con la población, tanto la llana como con la aristócrata con el fin de captar algo del espíritu de unos y otros. Se une a un músico aficionado que toca la guitarra y lo acompaña a visitar a unas hermanas, vecinas de una calle céntrica a la plaza de toros, a quienes le hace tocar el instrumento y a bailar la "cachucha"  para que lo presencie el extranjero. A lo que también aprovecha para visitar la parte de abajo del Tajo. Comprueba de primera mano como los molinos están en plena actividad en el margen izquierdo del río. Caminando por sus escurridizos senderos charla con los molineros que un compañero llevaba un saco de harina en los hombros a causa del peso y la proximidad del abismo, rodó hasta el fondo donde se hizo pedazos. Considera que la calle de San Carlos es una de las más bonitas de España, con sus filas de uniformes viviendas, hondas ventanas y balcones, adornados todos con rosales, geranios y lavandas.

Sobre sus vagabundos por la ciudad, también se relaciona Mackenzie su interés lo ocurrido aquí con la Guerra de la Independencia. Conoce las Memorias de Roca al dedillo, y dicha curiosidad se ve en incremento por las historias que aquí cuentan. Dicho interés le lleva a visitar el Fuerte, donde los franceses instalaron una batería en una elevación al norte de Ronda. Mackenzie nota que en este lugar, después de mucho tiempo, han vuelto a crecer las cosechas de trigo. Se encuentra con un pastor que vigila un rebaño de cabras y algunas ovejas que buscan entre las flores y malezas silvestre su alimento. El pastor le cuenta que se gana la vida cuidando los animales de varios habitantes de Ronda. Todos los días, a muy temprana hora los lleva a pastar, hasta que por las noches los devuelve a sus dueños, siendo su sustento de vida, su trabajo de todos los días. Añade que un general francés muerto cerca de Ronda, junto a otros oficiales que también sucumbieron durante la guerra lo enterraron en una fosa común. Los cubrieron con una gran masa de piedras, escombros y tierra, para impedir su profanación. Terminó siendo un trabajo inútil y una barrera sin consistencia, que no tenían resistencia alguna frente a la furia de los montañeros, siendo el mismo día que el enemigo comenzó la retirada, sacaron todos los cadáveres de su tumba, los despedazaron, haciéndolos fragmentos y terminaron por esparcirlo por el campo vecino.

Visita la Casa del Rey Moro donde le cuentan sobre un plan para acabar con un grupo de soldados franceses que se terminó fructuoso por un chivatazo a los franceses. Donde conoce a un viejo campesino que le cuenta varios hechos con los franceses, a cual más sanguinario al que Mackenzie se encuentra sin ánimo de repetir, sin embargo, hay uno, que aún siendo horrendo, hace referencia con toda su crudeza:

"Volvíamos, dijo el antiguo guerrero, de un victorioso ataque a una partida de franceses, a la que habíamos rodeado en la puerta de la ciudad, cuando, repentinamente llegó una patrulla de guardia enemiga al mando de un sargento. Preparamos las armas y caímos sobre ellos. Luchamos como leones, pero en pocos minutos los habíamos matados a todos, salvo a tres. Una fuerza superior les había obligado a morder el polvo. El sargento fue uno de los supervivientes. Era el hombre más grande que había conocido. Medía al menos 7 pies (2,10 metros aprox.), con enormes miembros y presencia, en todo su aspecto un gigante, incluso en sus grandes bigotes, cuyos rizos le llegaban a las orejas. Era sargento mayor de su regimiento, prueba de que a su cuerpo le acompañaba un parecido valor. De escaramuzas anteriores era tristemente conocido de nosotros. En aquellos tiempos los franceses nos llamaban bandidos y cuando nos atrapan, lo que raramente ocurría, no nos daban cuartel; ni, desde luego, nosotros a ellos cuando, con más frecuencia, los cogíamos prisioneros. Pero entonces, quedamos sorprendidos por el aspecto y el valor de este sargento y aunque sabíamos que había matado a dos compañeros nuestro con sus manos, nos dio pena acabar con la vida de tan ejemplar militar. Después de una breve consulta, decidimos, en contra de nuestras reglas, hacer una excepción con él. Matamos a los otros prisioneros; a él le atamos la manos en la espalda y cargando con nuestros propios muertos salimos para nuestro campamento en las montañas. Después de andar un par de leguas alcanzamos un estrecho paso, rodeado de rocas. Este paso era un lugar estratégico de nuestros guerrilleros y fatídico para los franceses, que lo conocían como "el camino de la amargura". No sé si al sargento le pudo más el cansancio o que ya venía agotado, pero al legar a este lugar juró que no andaría más. Le dijimos que le habíamos perdonado la vida y que no queríamos hacerle daño, que sólo le trataríamos como prisionero de guerra ya que, en Ronda, lo entregaríamos a los ingleses. Todo lo que le dijimos fue en vano, su cuerpo permanecía tan inmóvil como su voluntad. Colocando su espalda contra una roca y sus pies al otro lado del sendero se hizo fuerte de tal manera que no hubo forma de moverlo. También resultaron en vano todos los esfuerzos que hicimos para arrastrarlo, ya que parecía que formaba parte de la colina misma. Ni siquiera quería oír lo que decíamos. Tapando con las manos sus orejas movía la cabeza de un lado a otro y murmuraba en mal castellano: "¡No prisionero! ¡No prisionero! ¡Morir!". No hubo nada que hacer. Desde el momento que se negó a ser prisionero de los ingleses, sólo nos quedaba concederle la muerte que pedía.

Había un moro con nosotros, que había vivido durante algún tiempo en Málaga, para venir luego a unirse con nosotros en las montañas;  no obstante su sangre, era muy buen cristiano y muy valiente. Lo pusimos delante del francés y colocando la boca de su fusil junto a la oreja del sargento apretó el gatillo. El francés se enderezó rechinando los dientes y echando el cuerpo hacia delante como si quisiera mover las rocas de su sitio. Luego, cayó como un trapo y si no lo hubiéramos sujetado habría rodado montaña abajo. Había un boquete al lado de la carretera que había abierto una roca desprendida. Arrojamos al difunto gigante al agujero, lo cubrimos con piedras, colocamos una cruz de madera en lo alto y lo dejamos allí para que descansara lejos de la tierra de sus padres."

Sobre los rondeños que quedaron en la ciudad, no se ocultaron en mostrar su animadversión a las tropas ocupantes. Considerando una vejación el tener que dar alojamiento a los soldados enemigos en sus casas y en convivencia con la familia: 

"El cuchillo estuvo en todo momento presto a actuar. Más de un francés encontró su tumba al borde el Tajo. Si un francés se pasaba de listo: ¡Al Tajo! Si llegaba a casa a medianoche molestando y pidiendo vino, se le daba de beber hasta el hartazgo; pero avanzaba la noche, un cuchillo encontraba el camino de su corazón y antes del amanecer, estaba al fondo del Tajo. Los franceses así acosado, se volvieron fieras, más cuando no tenían al lado a sus oficiales para calmarlos. Una persona que merece todo mi respeto, me dijo que había visto arrojar a dos españoles vivos desde la Alameda del Tajo. A la mañana siguiente, cuando los montañeros tuvieron noticias del suceso se tomaron cumplida venganza durante la noche. Al otro día, el sol alumbró los cuerpos agonizantes de cuatro franceses, a los que, sobre estacas, habían empalados vivos."

A lo que el americano le aseguran que no son menos de nueve mil franceses murieron en las rutas de la serranía.

Murió el 13 de septiembre de 1848 en Tarrytown, Estados Unidos a los 45 años por enfermedad cardiovascular.

Bibliografía:

- Viajeros Americanos en la Andalucía del XIX. Antonio Garrido Domínguez.

- Fuentes consultadas en internet.

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